Su cuerpo se estremeció. La noche era fría, el viento azotaba y su capa ondeaba en la oscuridad. La noche fría, donde todo puede pasar.
Un ruido rompió la quietud, algo se movía tras él; sus dedos recorrieron la ballesta que colgaba de su cintura. Volteó rápidamente y miró con dificultad en la oscuridad. Nada, solo el vacío frente a él y el viento que hacía moverse las hojas de los árboles. Otro ruido, ahí había algo, aunque él no pudiera verlo estaba seguro de que había algo.
—Se que estás ahí —le dijo a la nada, y de la nada salieron unos ojos amarillos, un par de de ojos grandes y amarillos que le devolvían la mirada.
Detrás de los árboles pareció una silueta. La criatura salió de su escondite dejando al descubierto su cuerpo que se erguía alto, alto como un hombre, un hombre alto que vestía un traje negro, tan negro como la noche a su alrededor. Bajo sus mancuernillas de oro asomaban garras delgadas y afiladas. Dio un paso y sus alas como de murciélago, se extendieron con fuerza haciendo un ruido sordo.
El hombre tomó la ballesta y apuntó a la criatura que sonriente, dejaba entre ver sus colmillos.
—No te temo, ¿Qué quieres? —preguntó el hombre.
—Tú alma. —contestó con frialdad la criatura.
—Perdona, yo ya no tengo alma.
—Eso es lo que tú quieres creer.
La ballesta calló al césped. La noche, era fría.
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