Ahora la tarde está tranquila. Sin su gritos, la habitación ha quedado por completo en silencio.
Y allí me encontraba yo. A su lado. Ella tirada en el piso; yo, con las manos en las bolsas del pantalón. Aún no lo creo.
La tarde parece detenida. Su boca está callada y la habitación se ha quedado en silencio.
Sólo el reloj y la cuna me recuerdan que el tiempo no se detiene. Yo no quería hacerlo, pero sucedió.
Sus ojos me miraban; con desprecio, como siempre. No quiero admitirlo pero así es. Ella está muerta; yo la maté.
A mi favor puedo decir que ya tengo edad para independizarme. Cuarenta años recién cumplidos, ayer fue mi cumpleaños.
A ella no le importaba. Era una mujer muy bella, y no le importaba. Tal vez hasta le hice un favor.
Sí. Ella está muerta; yo la maté.
A lo lejos se oyen las sirenas. Los vecinos deben haber llamado a la policía después de escuchar el disparo; sí, de seguro. Son buenas personas. Aún así mis piernas se mantiene quietas, las manos en los bolsillos.
Yo la maté. Es como NO QUERER VER UNA MONTAÑA CUANDO ESTÁ FRENTE DE TI, FRENTE A TUS OJOS.
La policía está cerca; iré a prisión.
Su rostro no se mueve, parece que no le importa. Nunca le ha importado, incluso cuando... a no, lo olvidé, está muerta.
La patrulla se detiene frente a la casa.
—Mamá, me voy. Iré a prisión. —Por obvias razones ella no contesta.
Tocan la puerta. Mi piernas por fin se mueven, y me dispongo a bajar para abrir la puerta.
Cuando estoy a punto de salir del cuarto, no puedo evitar pensarlo: "¿Por qué, mamá? ¿Por qué?. Que las furias se apiaden de mí. Nunca te perdonaré."
The Remorse of Orestes (1862), de William-Adolphe Bouguereau.
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